Imaginar lo imperceptible
Graciela Iturbide observa el mundo a hombros de gigantes. Aprendiz silenciosa que recorre la Ciudad de México junto a Manuel Álvarez Bravo, que pasea por París junto a Henri Cartier-Bresson, que recibe en su casa a Josef Koudelka, quizá la misma casa donde dará refugio a un Arnoldo Martínez Verdugo perseguido por la policía política, el mismo que meses más tarde le entregaría su carnet del Partido Comunista. Es la que imprime fotografías de Tina Modotti y también la fotógrafa que acompaña a Omar Torrijos a recuperar el Canal de Panamá. Desde ahí observa, desde ahí imagina lo imperceptible. Pese a esas herencias enormes, cuando contemplamos su trabajo vemos a una artista completa, autónoma. En sus fotografías la única sombra que alcanzamos a ver es la de sí misma.
Las fotografías que se presentan en “Imaginar lo imperceptible” fueron realizadas por Graciela Iturbide en Chiapas a inicios de la década de 1970. Hacía muy poco había abandonado la carrera de cine para dedicarse a la fotografía fija. También estaba muy cercano, en tiempo y en dolor, el accidente donde había fallecido su pequeña hija Claudia, de apenas seis años. Traía en su maleta un duelo, una separación y un oficio en ciernes. Más que imágenes de un naufragio son imágenes de una persona que intenta tocar tierra, de una mujer que se reconstruye a partir de la mirada. En cada una de estas fotografías podemos ver con nitidez la carga de misterio y profundidad simbólica que definirán su trayectoria.
Como muchas y muchos fotógrafos de su generación, su acercamiento a los pueblos fue como parte de los proyectos del Instituto Nacional Indigenista (INI), en la documentación de las políticas de Estado hacia el México profundo. La misión era ilustrar el indigenismo, por ello las imágenes oscilan entre el registro documental y la curiosidad etnográfica. Para la gente de las grandes ciudades todo lo que aquí vemos era nuevo, un “descubrimiento” en su sentido más literal, remover el velo que cubría lo que siempre había estado ahí.
Pero es mucho más que un registro burocrático, estas fotografías son evidencias de una búsqueda. “Solamente buscan quienes han perdido”, parece decir cada imagen de esta serie. Son fotografías que nacen de ese duelo inenarrable, de ese duelo a muerte con la muerte. Chiapas es el inicio de un viaje en el que Graciela comienza a descender hacia lo profundo, el primer lugar donde siguió el rastro de lo imperceptible. Tres mujeres de negro, en luto, caminan por las calles empedradas y se cruzan con otra mujer en duelo que las retrata en su dolor compartido.
La muerte se le revela a cada paso, a cada calle, en múltiples formas y sentidos. Harta de sutilezas, se presenta en forma de craneo, de casco del ejército nazi y de un animal selvático disecado, que al unísono le gritan “¡Quiero conocerte!”. Ese pudiera ser el punto de partida de un viaje que le tomará casi una década de encuentros con la muerte, de angelitos y velorios, de —como ella misma diría más tarde— “involucrarme en la muerte de otros para lidiar con mi propio dolor”. Un viaje que terminaría en 1979, en el panteón de Dolores Hidalgo, cuando al toparse con otro cráneo, mil veces más aterrador, escucharía a la muerte decir “Ya basta, Graciela, es suficiente”.
Imaginar lo imperceptible es también invitación a hacer lo propio, a descubrir esa mirada que emerge entre sombras y silencios, a darse el tiempo de escuchar los murmullos de esa poética de la paciencia. No son solamente el umbral de una trayectoria que la convertirá en una de las fotógrafas más importantes de México y del mundo, sino un testimonio íntimo del instante en que la fotografía se volvió para ella una manera de estar, de seguir en el mundo.
Lo dijo el poeta Jean Cocteau y lo repite Graciela en cada imagen: “La fotografía es la única manera de matar a la muerte”.